Raúl Madero fue un futbolista excepcional sin haberlo soñado, imaginado, anhelado o nada de eso que como ninguna otra sabe describir la palabra “deseo”.
Sucedió, por pensarlo de esta manera (arbitrariamente, como todo lo felizmente arbitrario que es el pensamiento mismo), que nació en 1939 y hacia la década siguiente entre otras cosas la Argentina suponía un inmenso poblamiento de espacios libres para correr tras la pelota número 5. Una invitación generosa, natural, amable y tentadora en la que convivían el hijo del sodero, el cadete de la despensa y el chiquilín de clase media acomodada que, como Madero, aprendía piano, leía a los clásicos y fantaseaba con estudiar medicina y buen día, cómo no, ser un galeno con todo en su lugar.
También jugaba al básquet, aceptablemente, pero llegó al fútbol profesional de tanto escuchar “qué bien la mueve el flaquito chueco, el zurdo”. Y sí, la movía de lujo el flaquito zurdo, con panorama de sobra para moverse en el complejo universo del medio campo, aunque sin el suficiente rigor de suela firme que predominaba en tiempos de apología a “centrojas” formados en la Universidad del Entrevero.
Así y todo en Estudiantes fue 5 con Zubeldía, con el primer Zubeldía. (Poco observado ha sido que Osvaldo mutó de ese DT que la revista El Gráfico cuestionó por promover el “fulbito” al Zorro clarividente que quemó un par de papeles, retocó, sacrificó a pulcros del tipo de Miguel Ángel López y Roberto Santiago, refundó y armó el súper equipo que arrasó con los grandes de Argentina y Sudamérica y escribió la epopeya de Old Trafford).
Madero ya era un crack hecho y derecho (6 y nada más que 6 desde la lesión de Henry Barale en la célebre remontada versus Platense en la Bombonera), había jugado en la Selección en la alternancia con el brioso Alfio Basile y el expansivo tucumano Albrecht (el más completo de los tres), se retiró a los 30, destacó en la medicina deportiva, fue el médico de su amigo Bilardo en los Mundiales del 86 y del 90 y su página cumbre con la albirroja podría resumirse en cuatro circunstancias: la responsabilidad de ejecutar el penal del 4-3 a Platense, el golazo de tiro libre a Racing el día de la conquista del Metropolitano en el Gasómetro, su antológico diálogo con un hincha que le habló desde atrás del alambrado en la final de la Libertadores del 69 con Nacional, en 57 y 1 (“Raúl, estás tirando todos los centros muy pasados”, le dijo el hincha, y Madero se dio vuelta y le respondió: “Era para confundir. Mirá ahora. Va al primer palo y es gol del Bocha”) y el centro-asistencia a Verón versus Manchester, allá, en clave de sublime obediencia a Zubeldía: “Vea Raúl. De entrada, Juan –la Bruja- va a forzar un foul por la izquierda. Ya sabe lo que tiene que hacer”. Verón forzó el foul de Dunne, Madero tiró el aterciopelado centro, gol de la Bruja, campeones del mundo.
Pero acaso el grandioso Raúl Horacio Madero que hoy ha partido al otro lado de las cosas merecería ser recordado por la lección que dio a un xenófobo periodista inglés que había tildado de “animals” a los jugadores de Estudiantes.
Madero lo hizo pasar al salón de la concentración, se sentó al piano y tocó una sonata de Chopin. Luego, en perfecto inglés, le dijo: “Usted no toca el piano y yo sí. Yo hablo su idioma y usted no habla el mío. Quién es el animal, dígame, señor”.
Walter Vargas